Danzando por las calles del Centro Histórico, las calacas confirman una visión no por folklórica menos complaciente de México, una suerte de tarjeta postal envejecida donde los mitos –la fraternidad con la muerte– devienen show business, farsa posmoderna, aunque la tragedia, la verdadera, permanezca intocable entre los vivos. La verdad es que nadie se acostumbra al horror, a las periódicas matanzas que siguen marcando hitos en la desconfianza hacia la autoridad que investiga o persigue el delito o, lo que es igual, a las mismas instituciones creadas para preservar la seguridad y la justicia. Los hechos de Iguala y Cocula, ocurridos hace seis meses, tocan cuerdas vitales de nuestra existencia como sociedad, pues se suman a un rosario de crímenes impunes en los que la autoridad estatal tiene una responsabilidad ineludible, sin mencionar el 2 de octubre o la guerra sucia contra la guerrilla. Fue la reacción a ese estado de indefensión la que abrió paso a los defensores de los derechos humanos, cuyo movimiento creció en medio de la incomprensión casi general de una élites formadas en la justificación del principio de autoridad y en la interesada confusión entre el poder y la justicia.
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