Andreia dos Santos Pereira, de edad no divulgada (por las fotos, algo entre 35 y 40 años), “deficiente auditiva” –una manera políticamente correcta de decir que era sorda o casi–, llegó, a eso de las seis y media de la mañana, a trabajar en el boliche donde le tocaba freír empanadas. Todo eso en una zona modesta de Guarujá, un balneario de ricos y nuevos ricos a unos 70 kilómetros de São Paulo.
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