Hace poco más de tres meses, afirmé en este espacio que la situación de violencia en mi ciudad, Río de Janeiro, era asustadora. Escribí que el Estado tenía un gobernador inepto y omiso, que la clase política estaba ahogada en corrupción, que la alianza entre narcotraficantes y policías estaba plenamente establecida, que había diputados estatales que dependían directa o indirectamente de los cárteles que controlaban vastas extensiones territoriales de la ciudad. Y afirmé que todo indicaba que la única salida sería una intervención federal, pero que tal medida era impensable para un gobierno nacional que, además de ser rechazado por 90 por ciento de la opinión pública, también estaba plagado de corruptos.
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