martes, 17 de noviembre de 2020

Abel Barrera Hernández: Jornaleras para toda la vida

Recuerdo que desde los seis años empecé a viajar con mis papás a Tenextepango, Morelos, al corte del jitomate y el ejote. En la Montaña no podíamos quedarnos solas, porque nadie nos cuidaría ni tendríamos qué comer. En cambio, en algunos campos de Sinaloa, a los niños y niñas nos daban trabajo. A los 8 años fui la jefa de cuadrilla de 45 niñas porque era la única que podía hablar español. Nos encargamos de arrancar la hierba para que crecieran mejor las plantas de tomate y pepino. La tierra era muy chiclosa y nos costaba trabajo arrancar el jehuite. Al principio no sentíamos, lo veíamos como un juego. Sin embargo, como a los cinco días se abría la piel de nuestros dedos porque la tierra se quedaba pegada en nuestras manos. Nadie nos curaba porque en el campo no hay quien nos atienda cuando nos enfermamos. Por eso nos acostumbramos a tener nuestros dedos lastimados y nuestras manos sucias. Tampoco había agua para lavarnos en las galeras donde dormíamos. Con el tiempo mis manos se hicieron callosas. Nos pagaban 12 pesos y, de lo último que me acuerdo, llegamos a ganar 25, trabajando todo el día. Así pasé mi infancia con mis dos hermanitas en el surco. No fuimos a la escuela, porque “no da para comer”, como dicen mis papás. Por eso sólo pude llegar hasta el tercero de primaria, porque en lugar de ir a clases, me iba a cuidar los chivos o a trabajar con mi familia a los campos agrícolas.

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