Fue un pretendido toque final de la campaña de la oposición contra el gobierno. Arribó, desde la otrora metrópoli financiera inglesa, como un heraldo de la derecha más consolidada. Esta vez con ínfulas de ágora indiscutible, intervencionista y juez implacable. Pocos se atreverían a disputarle la validez que acarrean sus prédicas tras años de ser feroz emisario del mantra neoliberal. Nada más o nada menos que la publicación de mayor reconocimiento entre las élites del conservadurismo imperial: The Economist, una revista con todos los sellos, influencia, “verdades” y premios. Quién desde este lado del mundo se atreve a contestar sus consagrados planteamientos y dictámenes ya célebres. Sólo aquellos que, se sostiene con alegría de vencedores, llevan el sino de la ignorancia, la inconsistencia o el error. O, tal vez, aquellos que han optado por rutas que chocan con la sana “inteligencia” que emana de sus palabras, siempre escritas con la propiedad de los que saben.
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