Una noche del Grito de septiembre en la casa de México, en París, me topé con un sujeto de colorida indumentaria que dijo llamarse Fernando del Paso. La animada concurrencia a la fiesta nos había empujado hacia la pared del recinto hasta quedar, uno junto al otro, sin otro movimiento posible. Vivía, dijo, con sencillez, junto con parte de su familia en uno de los departamentos de esa residencia estudiantil, que daban directamente al jardín de la ciudad universitaria. Me contó que recién había llegado para terminar una más (tercera) de sus pocas novelas. Era esta sobre Carlota, Maximiliano y el corto imperio mexicano. Un trabajo creativo largamente larvado durante buena parte de su vida. Le expresé mi gusto por conocerlo, puesto que, durante cierto y tempestuoso tiempo, me había ensartado en la lectura de la segunda suya: Palinuro de México. Le dio gusto oír mi atrabancada enumeración de pasajes que me habían deslumbrado. No me detuve y le dije también la angustia que me causaba el torrente de palabras que se desparramaban página tras página y que me llevaban hasta el agotamiento, que me superaban, me abrumaban sin que terminaran de fluir. Sí, estoy consciente de esa característica, me dijo, pero no he podido dar mesura a mi necesidad de pulir palabras. También le aseguré que no era sólo la abundancia, sino el ritmo que no cesaba de encauzar la emoción producida. Tampoco olvidé la cadencia que le daba a sus frases para lograr esa sonoridad que obliga a cantarlas en voz alta para sentirlas cercanas, recrearlas, para tratar de encajarlas como propias.
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