Cuando una gigantesca corporación privada (una petrolera, digamos) contrata los servicios de alguna famosa institución educativa privada para que desarrolle y aplique una tecnología capaz de analizar con detalle el subsuelo de toda una región, podría entenderse que ninguna de ellas quiera abrir al público los resultados y la metodología utilizada. En el competitivo mercado de la explotación de hidrocarburos, conocimiento y tecnología representan un valor potencial de miles de millones de dólares. Pero algo cambia radicalmente si resulta que ese instrumental y metodología pueden utilizarse en el Valle de México para una radiografía increíblemente nítida del lugar donde millones vivimos y construimos edificios, casas, escuelas, parques y calles. Entonces esa tecnología y el conocimiento que genera adquieren un valor inmenso porque representan un factor de seguridad y vida. De tal manera que lo que hasta entonces era una cuestión privada y lucrativa, repentinamente pasa a la esfera de los principios del bienestar público. Y si la corporación (secundada, además, por la universidad) se niega a poner a disposición de la autoridad pública los conocimientos y técnicas para que anticipe riesgos y salve vidas sería considerado como altamente reprobable. Si las cosas funcionaran como deben funcionar, incluso un juez podría llegar a la conclusión de que en estos casos es inaceptable el principio de la propiedad intelectual privada y que esos conocimientos y tecnología obligatoriamente deberían aplicarse para prevenir costosos desastres en zonas de alto riesgo sísmico. Y conminaría entonces a universidad y corporación a abrir toda la información relevante, a pesar de la pérdida económica que significaría, pues la corporación perdería la ventaja competitiva que le da ser la única que conoce y utiliza esa tecnología.
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