La rebelión civil de Chile que hoy mantiene en entredicho al gobierno de Sebastián Piñera ha generalizado una antigua demanda sostenida por amplias franjas de la izquierda: la abolición de la constitución promulgada en 1980 por la Junta Militar, concebida en gran parte por Jaime Guzmán, uno de los artífices intelectuales de la dictadura. En 2015, la presidenta Michelle Bachelet, al inicio de su mandato, decidió emprender un proceso que diera a Chile un nuevo orden constitucional. Nunca logró reunir los consensos para realizar esa reforma, y menos el apoyo de una oligarquía política y económica que, en nombre de esa constitución, hizo de la ominosa memoria de Augusto Pinochet el ícono originario del supuesto “milagro chileno”. Digo supuesto, porque hoy es evidente que bajo la fachada de las cifras del crecimiento económico se ocultó un régimen no sólo de extremas desigualdades, sino de desvalimiento de las formas de vida básicas de la sociedad chilena.
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