La semana antepasada, pues la inmediata anterior no se publicó La Jornada, y confieso que me resultaba verdaderamente complicado hacerle llegar a la multitud la columneta por medios periclitados a la fecha (vía telefónica, telegráfica o postal), o por los de la modernidad (correo electrónico, WhatsApp, Skype), quedamos en que era imprescindible, para entender el significado, el peso y las consecuencias del inusitado e inédito discurso del señor general Gaytán, descifrar algunas incógnitas, por ejemplo: cómo es que fue precisamente él quien llegó a esa tribuna: ¿la superioridad consideró, en razón de sus cualidades y méritos, que era el indicado? ¿Algún o algunos influencers hicieron bien su tarea y consiguieron una designación o la honrosa representación fue otorgada “a solicitud del interesado”? Más difícil aún, está llegar a saber si el general Gaytán cumplió con esa norma no escrita, pero de observancia más rigurosa que muchos artículos constitucionales: dar a conocer, a quien le otorgó la deferencia de su representación, las ideas fundamentales a desarrollar en su exposición. En algunos casos es tan sólo una cortesía, pero cuando se trata de asuntos de extrema importancia, las ideas, los ademanes y por supuesto el tonito, el tonito (diría Mike-Alejandro Parodi) son de importancia extrema y de dimensión no mensurable, las consecuencias buenas, malas o todo lo contrario, que esa perorata pueda ocasionar. En el caso que nos ocupa es dable preguntar: ¿El general Gaytán era tan sólo el mensajero o, como lo intentó hacer creer, era el vocero de la mayoría silenciosa, a la que incluyó desde un principio, como signataria de sus sinceras, aunque temerarias denuncias?
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