En la década de los 20 el mundo de los artistas se sintió en su mayoría abrumado por la emergencia de las industrias de la cultura, es decir, aquellas que reproducen técnicamente las obras de arte. Es el momento en que Artaud escribe: “en la radio el único arte posible es la propaganda, pero la propaganda jamás será un arte”. A contracorriente, Walter Benjamin intuyó que estas industrias podían contener una posible salida a la producción artística. La cinematografía, la fotografía, la radio, entendidas como espacios de expresión fabular, podían dar cabida bajo condiciones límite a representaciones auráticas. Sabemos que Benjamin, para elaborar su teoría sobre el aura, se basó en una relectura de textos medievales sobre la escritura de la poesía; en particular, la Cábala y los escritos teológicos sobre la inspiratio y el beator spiritus. ¿Pero hay algún elemento esencial del arte que no se sostenga en una conexión teológica? Dentro de los múltiples y nuevos géneros que trajeron consigo las industrias culturales, Benjamin vislumbró al largometraje de ficción como un “espacio por excelencia de producción aurática”. Una hipótesis audaz, aunque es un hecho que se puede corroborar, una y otra vez, desde que el largometraje es uno de los dispositivos que define la percepción del mundo y de nosotros mismos.
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