Como si su destino fuera estar en trámite permanente, la reforma política del Distrito Federal (DF) ha dado sólo un paso más en su aparente eterno camino hacia su realización. El pasado martes 28 de abril, el Senado aprobó la reforma constitucional que permitiría al DF convertirse en Ciudad de México, y con ello, como las demás entidades de la Federación, contar con una Constitución propia y decisiones en el contexto de la soberanía de sus ciudadanos. El camino elegido por la Cámara de Diputados –en este caso Cámara revisora– para dictaminar la minuta que le turnara el Senado, hace previsible que, salvo la convocatoria a un periodo extraordinario en los próximos meses, la actual legislatura ya no la aprobará, y que este proceso tendría que aguardar hasta el siguiente periodo, ya con otra legislatura, y con una correlación de fuerzas modificada. Lo que conducirá a una resolución poco previsible en este momento. Sin duda, uno de los aspectos que más pesó en los diputados para tomar esa decisión –seguramente más preocupados por los equilibrios partidarios que por la participación ciudadana-, fue el amplio malestar en la opinión pública causado por la decisión de los senadores de añadir una suerte de tutelaje al proceso de elaboración de la Constitución de la Ciudad de México, al establecer que 40 por ciento de los constituyentes fueran designados por los órganos legislativos federales y por los ejecutivos federal y local, con lo cual reducen por este solo hecho la decisión de los constituidos, es decir la ciudadanía del hasta ahora DF, del 100 por ciento, como ocurre en toda democracia, a únicamente el 60 por ciento, dejando ver con ello la persistencia de una visión que nos ubica como ciudadanos incompletos, tutelados y restringidos en nuestra democracia.
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