Casi 40 años seguidos lleva el país empollando la desigualdad hasta con cínico regodeo. No se ha escapado siquiera uno de ellos. Ningún indicador en sentido inverso al desequilibrio creciente. La consistencia para producir inequidad en el reparto de bienes y oportunidades ha sido contundente. Ninguna de las tareas inductoras se ha dejado al azar. Todas las políticas públicas, las acciones de gobierno, las pujas electorales, los usos y costumbres, hasta el mismo combate al crimen llevan arraigada esa misma carga. Examinar, aun de manera grosera, el sistema impositivo saca a la luz los desbalances en favor de los que más tienen. México es un sólido paraíso fiscal para los dueños del capital. Hasta la cultura y la convivencia cojean de tan burda e inicua realidad. En este preciso sector, de apariencia justiciero y bondadoso, abundan los privilegios para esos que han sido llamados los de arriba junto a las penalidades, el abandono y los desprecios hacia los de abajo. No hay subterfugio que valga para intentar disfrazar o atenuar las intenciones de aquellos que debían procurar el desbalance en favor de los necesitados de ayuda.
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