Hay acuerdo, casi completo, entre los dedicados a la ciencia política, sobre la importancia crucial del tiempo en tal quehacer. Logros y fracasos se refieren, una y otra vez, a la sabia utilización de dicho factor para la consecución de los propósitos que se persiguen. Hoy tenemos un gobierno que ha decidido avanzar, sin pausas y aunque sea a costa de tropezones e imprevistos, para poner en movimiento el anquilosado aparato heredado de administración federal. Y no sólo esa pesada y lenta carga impele a la acción, sino que el más elemental espíritu justiciero obliga al paso acelerado de los nuevos gobernantes. No hay tiempo que perder en la derogación del régimen vigente es, al parecer, la consigna. El costo de continuar con la usanza de evitar conflictos, raspaduras y tensiones es una opción descartable. Resultaría, en la actual visión de los encargados de las decisiones, sumamente onerosa cualquier tardanza para la transformación exigida por los electores. Tanto el desarrollo colectivo como la consecución de una sociedad más justa impelen a redoblar el paso. Simplemente hay en el panorama nacional muchas acciones pospuestas, pervertidas o desviadas por décadas. Es posible que, en el veloz y continuo movimiento, la tranquilidad se vea afectada. Pero la calma pausada, como predican constantemente ciertos amigos de la continuidad establecida, no es una conseja aceptable.
de La Jornada: Política http://bit.ly/2WwiYk7
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