Los medios de comunicación masiva y las redes sociales con ellos se inundaron de repente. Los sucesos de Culiacán dispararon las ondas hertzianas a una velocidad e intensidad pocas veces vista. La oportunidad de golpear la eficacia del gobierno en su diseño de seguridad, se juzgó imposible ocasión para dejarla pasar. Los tiros se dirigen a la cabeza y, otros adicionales, al gabinete de seguridad. La imagen del país ha sido, según esta rasposa narrativa, dañada tal vez de manera irreparable. Los adjetivos terminales vuelven a relucir y no dejan ángulo a la intemperie. De pronto, el doctorado en inteligencia militar, la maestría en operativos encubiertos, la evidencia de un mando nacional subordinado a los mandatos trumpianos, tapizaron las columnas y reportes de los diarios. Los “profundos” artículos recomendando vías alternas para atrapar a un capo y las alternativas que se deben considerar para ello resuenan por doquier. Y, lo que puede coronar la andanada mediática: la alegada moralina presidencial como sustituta de los mandatos de ley. Es, precisamente aquí, donde la crítica cree haber encontrado la ruta segura para desarmar la imagen presidencial.
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