En el ya lejano 1965 me harté de ser dirigente de la Juventud Comunista Mexicana (JCM), rama del Partido Comunista Mexicano (PCM). Ingresé a esa organización cuando tenía 20 años porque pensaba que así me convertiría en un apasionado militante revolucionario y lucharía porque en México por fin se instituyera una sociedad justa y democrática, sin una inicua explotación y sofocante opresión que padecía la mayor parte de la población del país. Quise escalar el Everest, pero sólo puse mis pies encima de dos pequeños ladrillos. En realidad, el partido carecía casi totalmente de eficacia para cambiar radicalmente nuestro ámbito nacional, aunque tuvo importancia para lograr algunas reformas sociales importantes.
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