Al asentarse en el cuerpo social los números e interpretaciones de las pasadas elecciones, surgen ahora los contornos de sus derivadas legitimidades. Uno de tales borradores se refiere a los diversos partidos políticos. Algunas de estas entidades son las que acarrean faltantes de ese atributo, crucial para su buen desempeño. El primero en sentir tan necesaria ausencia en su perfil sería el PRI, por su manifiesta declinación que parece indetenible. En esta agrupación, otrora capaz de vocear respaldos de 20 millones de votos, los recambios en su liderazgo llevan el sello de la decadencia. Trasmutaron su dirigencia en una gerontocracia inamovible durante décadas. Después pasaron a otra que hereda similares rituales, incapacidades y vicios. Todo apunta a un declive que no podrá ser detenido, como lo mostraron sucesivas elecciones. Del PRD poco hay que añadir además del crujiente injerto de su mando, imposibilitado para reconocer sus miserias. Este par de partidos, ahora socios, no sólo electorales, sino presumiblemente legislativos, sólo tiene la vida vegetativa como horizonte. Carecen casi por completo de la necesaria legitimidad para intentar una reconstrucción en el presente y, menos aún, futura.
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