“Américo, mi madre me trajo dos cobijas, toma una para ti.” Me la ofrecía Sócrates, cuando compartíamos celda con otros cuatro compañeros en la crujía H, llamada de paso. Mucho ayudaba pues pasábamos por un frío infernal en las literas de gruesa lámina oxidada y despostillada. Eso ocurría ya en Lecumberri un par de días antes de que nos entregaran la boleta de auto de formal prisión el 8 de octubre del 68. En ese muy breve lapso lo pude tratar de cerca y me dio la impresión de persona bondadosa, serena, bromista y de buen talante, a pesar de venir golpeado y amedrentado frente al pelotón de fusilamiento. Eso me dijo. Sócrates, fogoso orador, agitador y líder que dirigía y movía las asambleas en la Escuela Superior de Economía, donde a la sazón laboraba yo como profesor. Ahí lo conocí en pleno fragor de la batalla. Después de la H nos asignaron a crujías diferentes y prácticamente perdimos contacto durante casi dos años antes de que él fuera liberado.
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