Conforme avanzan las tareas de la nueva administración se va dejando penetrante conciencia del grado de deterioro alcanzado en la vida nacional. Casi ninguna práctica, norma o institución parece escapar de elevados niveles en su descomposición. Se descubren, ya sin asombro, arraigados índices de daños, perversos tejemanejes y desviación de objetivos. La eficacia de las mismas o su posibilidad de servir al bienestar general, entraron en zonas muy alejadas de las necesidades y deseos para la utilidad general. A cada paso, se torna cada vez más evidente la relación de tal estado de cosas con la corrupción que las infesta. Actuar en este ambiente perverso, un tanto disfrazado a la vista ciudadana corriente por un enjambre difusivo, resulta un ejercicio por demás urgente. De pronto, muchas de las cojeras sistémicas, de los enredados modos de accionar quedan descobijados. Al atisbar lo desviado, lo ilegal incluso, se ve y ahora se siente como molesta, insoportable cotidianidad. Se había caído, incluso, en cínica costumbre de arrellanarse, convivir, incluso aceptar, como modus vivendi normal, tan injusto, amoral y cruel realidad.
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