El 18 de noviembre apareció en las primeras planas de la prensa nacional una noticia un tanto inusitada. Como corolario de la visita a Moscú de Luis Videgaray, el canciller ruso, Serguéi Lavrov, hizo responsable a la Casa Blanca de impulsar una campaña en la que se acusaba al gobierno ruso de preparar una intervención en los próximos comicios presidenciales de 2018. Lo inusitado de la noticia era, por supuesto, no su contenido sino su forma: su oficialidad. Frecuentemente, en política lo relevante no es qué se dice sino quién lo dice. Siguió lo predecible. El simple hecho de que un alto funcionario del Kremlin declarara que Moscú no pretende interferir en las elecciones mexicanas, puso ya en guardia a una buena parte de las instituciones y las fuerzas que se conjugarán en las próximas elecciones de julio. Sobre todo al INE, en el cual, al parecer, se han empezado tomar medidas (irrisorias, uno imagina) para “blindar a las elecciones frente a intervenciones extranjeras”. Suena a una broma. Si las agencias de seguridad estadunidenses no logaron impedir la interferencia rusa en las elecciones del año pasado, ¿cuánto pueden lograr un puñado de funcionarios en la soledad de Tlalpan?
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