Una infundada percepción de cierta “normalidad democrática” pretende instalarse en el último tramo de la ruta hacia las urnas. Todo parece transcurrir conforme al ritual acordado: hay campañas, giras, proclamas, encuestas de opinión y una aparente calma procesal. La idea de que un arroz tabasqueño ya se coció hace ver a sus dos competidores aún en liza, el lánguido Meade y el disminuido Anaya, como meros buscadores desvalidos de una intrascendente medalla de plata, peleadores extraños que no abandonan la pelea aun cuando su derrota se anuncie como inevitable.
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