Tras una docena de años, en cotidiana y extenuante campaña electoral, López Obrador llega, de sopetón, a un corto periodo como presidente electo. Un prolongado ensayo cotidiano de candidato opositor que pasa, con su abrumador triunfo en las urnas, a ser actor central indiscutible del presente nacional. Asentar, en el ámbito colectivo, su nueva figura como gobernante no ha sido un ejercicio terso y comprensible. Por el contrario, ha provocado varias y sonoras trifulcas mediáticas. Por lo visto y oído en días recientes, la transición entre el perfil de claro opositor y el gobernante en movimiento, será un proceso no exento de tribulaciones, espantos y daños. Un papel que, además, deberá asumirse al interior de un régimen en plena decadencia pero bien pertrechado para su continuidad y defensa. La resistencia ante cualquier afectación en su accionar y privilegios la llevará, sin duda, hasta la última gota de energía. Atentar contra su hegemonía, sostenida a lo largo de varios decenios, ha empezado a causar escozor y varios estragos. La estabilidad sistémica, presumida aunque precaria, empieza a responder con lamentos, agudos enojos y temblores. En su valentón accionar, el poder real va mostrando las inconsistencias y notables fallas de sus modos, recursos y endebles resultados.
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