Cuando la economía mexicana andaba por los cielos de la confianza de inversionistas, apareció la decisión de llevar a cabo una consulta ciudadana. Y, para profundizar todavía más el nerviosismo de interesados en construcciones, se insistió en preguntar, al común de la gente, sobre continuar la obra en marcha o voltear a examinar otra vía. La opinocracia, en pleno uso de su mermada influencia como orientadora consuetudinaria de élite, entró de lleno en la disputa. De inmediato se impuso, a sí misma, el invaluable deber de balancear al poder venidero. Sólo la opción de continuar la obra ya iniciada valdría la pena de juiciosa consideración. Se trató, además, de negar validez al ejercicio de consulta pública, utilizando una repetitiva y compartida retahíla de razones y tecnicismos. Y, armados con este metódico ejercicio discursivo, se machacó a la cautiva audiencia con una intensidad y enjundia envidiables. Bien puede decirse que, en concreto, lograron sumar, a tan ejemplar causa, a un abigarrado conjunto de sus ya usuales oidores y lectores.
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