Na Cándida contuvo el llanto, se llenó de valor y se dispuso a cumplir el ritual. Tomó el cuerpo inerte del niño Antonio Santiago Jiménez, su hijo, que acababa de fallecer; lo colocó en el altar familiar, reservado para los santos, y le encendió cuatro cirios para alumbrar el camino que su alma iba a emprender. La sorpresa invadía a los presentes y nadie atinaba a explicar qué había sucedido. La noche anterior el niño se había acostado tranquilamente, pero ya no despertó. Cuando los familiares y vecinos se enteraron del deceso comenzaron a llegar a dar el pésame a la familia por la pérdida y a acompañar al difunto en su último viaje. Lo velaron toda la noche y al día siguiente, cuando se disponían a llevarlo al panteón para que se cuerpo descansara, el niño se levantó tranquilo, como si despertara de un sueño. No mostró ninguna sorpresa, sólo dijo a los presentes que había viajado muy lejos y que no podía volver a su cuerpo.
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