El problema es que confundimos costumbres con bienestar, de ahí el extendido y promovido prestigio del matrimonio y de la familia, prestigio, por lo demás, proporcional al creciente descrédito de ambas costumbres: casarse y tener hijos. Si la gente, gracias a los poderes civiles, religiosos y mediáticos, no siguiera identificando estas prácticas con la felicidad, hace tiempo que en el mundo habría menos matrimonios fallidos, menos hijos desamparados o malagradecidos y menos población aturdida y explotada.
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