El sistema electoral vigente en México no fue diseñado para garantizar procedimientos democráticos, sino para perpetuar el régimen oligárquico, corrupto y neoliberal que fue derrotado en 2018. Es un andamiaje institucional gatopardista que ha asegurado por décadas la confluencia de los partidos en un consenso de continuismo, simulación y tolerancia a la impunidad y la descomposición; también ha garantizado el sometimiento de la vida interna de las fuerzas políticas con registro a las determinaciones (arbitrarias, tendenciosas y sesgadas la mayor parte de las veces) del IFE-INE y del Tribunal Electoral. En uno y otro faltan tanto las atribuciones legales como la voluntad política para sancionar acciones y conductas fraudulentas, pero tienen atribuciones en exceso para imponer decisiones sin derecho a apelación y para manejar presupuestos excesivos y fuera de toda decencia.
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