Para Joe Biden, ser un candidato demócrata y católico a la presidencia tiene sus riesgos. Como creyente guarda los preceptos religiosos, pero sostiene no acatar los principios doctrinales de la Iglesia ni seguir las instrucciones pontificales ni de autoridad religiosa alguna. Biden sigue la línea trazada por John F. Kennedy que en los años sesenta los protestantes temían su docilidad ante Roma. Como respuesta tajante, el candidato Kennedy dijo en un discurso en Texas: “Creo en una América donde la separación de iglesias y Estado es absoluta, donde no hay prelado católico que induzca al presidente, si éste es católico, a cómo actuar; y a ningún pastor protestante induciendo a su rebaño por quién votar... Creo en un presidente cuyas opiniones religiosas son una cuestión privada” ( Remarks to an Assembly of Preachers in Houston, Texas, New York Times, 13/9/1960, p. 22). Este mismo posicionamiento, asumido por Biden es importante, porque en Estados Unidos lo religioso juega un papel cada vez más relevante en la vida política. En un país con un universo religioso tan diverso, las iglesias no sólo son portadoras de salvación, sino de conciencia social y política. Las razas y las diversas culturas en Estados Unidos encuentran cobijo bajo la identidad que ofrecen las adscripciones religiosas.
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