Hace unos días murió, de avanzado cáncer, una mujer que fue un referente de las leyes: Ruth Bader Ginsburg, ministra de la Corte Suprema de Estados Unidos de América. Sufrió, intensamente y en carne propia, los efectos de una arraigada y extendida cultura discriminatoria de su país. Las grandes escuelas de la Ive League del este estadunidense tenían rigurosas cuotas de admisión, tanto para judíos como para mujeres. Dos injustas “rémoras” que ella acarreaba. A pesar de ello, pudo acceder a la escuela de derecho de la Universidad Harvard. Ella y su esposo cursaron, con dificultades adicionales, las materias requeridas para terminar su propósito. Ella tuvo que suspender el último año y completar sus créditos, en la Universidad de Columbia, en Nueva York. En aquellos días las mujeres no recibían grados de Harvard, aunque estudiaran, igual que los hombres, los mismos cursos: ellas los obtenían de Radcliffe College, la escuela para mujeres. Una diferencia notable en la categoría e importancia de dichos diplomas. Ginsburg regresaría, años después, para terminar sus créditos y recibir, finalmente, su pendiente diploma.
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