Lo que había comenzado como una noticia en una remota provincia de China terminó por ser una epidemia de tres oleadas que mató a millones en todo el planeta. Al inicio, la violencia era no-humana y, por lo tanto, carecía de trama: era un evento que sucedía fuera de nuestro control y decisiones. Se habló entonces de nuestra relación criminal con el planeta, de cómo invadimos esferas desconocidas que liberan virus que nos afectan. También se habló de la salud de los cuerpos, cómo estaban mal alimentados, mórbidos, y vulnerables. Se habló luego de los sistemas médicos que dependen de las ganancias, de su pobre cobertura, y de cómo la enfermedad ponía en evidencia las fracturas del poder y el privilegio. Traspasaba los cuerpos en forma de saliva minúscula y, de igual forma, rompía con las fronteras entre países. Pero lo que el virus le había hecho a las calles, los espacios públicos, las familias, y los cuerpos, la manera en cómo los habían transformado, dejó una desazón atmos-férica, sensible y afectiva que nada enmendaba. Y empezó la búsqueda del culpable.
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