Seguramente debamos recurrir a la memoria para ubicar al juez Guzmán. Su historia es un ejemplo de dignidad. Entendió la justicia como una labor en la cual el Poder Judicial y la ley no son reductos desde los cuales manipular los hechos para beneficiar a los poderosos de siempre. Nunca se consideró un empleado al servicio de las plutocracias. Guzmán Tapia creyó en la división de poderes, y así ejerció su magistratura. Fue testigo, en múltiples ocasiones, de jueces que agacharon la cabeza, prefiriendo una carrera judicial sin espinas y así, cumplir los deseos de los amos del país. En Chile ese ha sido el camino de muchos, más durante la dictadura del general Augusto Pinochet. No fue el caso de Guzmán Tapia. Su amor a la justicia, su deseo de ser fiel a los principios éticos sobre los cuales se asentó su labor marcaron sus decisiones. Desde su primer nombramiento en el sur de Chile como juez en Panguipulli, allá por 1972, se notó su impronta. Territorio mapuche, visualizó la pobreza, las falsas acusaciones de los terratenientes, la discriminación, el encarcelamiento arbitrario de Lonkos. No claudicó ante las presiones de los oligarcas. A su muerte, el vocero mapuche de la Coordinadora Arauco-Malleco, Héctor Llaitul, señala que el juez Guzmán no sólo debe ser recordado por su valentía en el encausamiento a Pinochet, sino por haber contribuido “a la lucha de nuestro pueblo que se expresó concretamente en una acción decidida en asumir la defensa de algunos dirigentes mapuches perseguidos por el Estado chileno”.
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