La multitud reunida en el Zócalo los deslumbró y los indujo a variados enojos y dudas. Quedaron por largo rato llenos de incertidumbre ante lo que ocurría en esa reunión festiva. Tardaron en reaccionar y, para recomenzar su siempre pálida marcha reflexiva, aspiraron con fuerza. Tuvieron que cavar algunas de sus usuales trincheras antes de lanzarse a la abierta descalificación. Varios pruritos momentáneos detenían sus críticas debidas. No podían encontrar el asidero que requerían para lanzarse a limpiar su desconcierto y estupor por lo visto y oído. Pero, después de varios minutos de espasmos, difícilmente dominados, entraron de lleno a la refriega acostumbrada: una larga enumeración de los errores, ausencias, contradicciones o mentiras flagrantes que, a lo largo de estos tres años pasados, fueron hilvanando como torpes achaques gubernativos. La defensa de sus creencias e intereses le sirve como acicate formidable para librar lo que consideran la batalla en defensa de las instituciones y la incipiente democracia lograda. Su prolongado entrenamiento, primero como entusiastas apoyadores del concentrador, injusto y decrépito sistema establecido y, después, como acerbos críticos de lo que les espanta, les proporcionó el pizarrón de sus intuiciones tan compartidas al alimón. Y ahí han quedado como petrificados, pero con el escudo de una larga cadena de terribles condenas y desgracias venideras de su propia invención. No habrá recomposición ni tregua posible. Se irá hasta el mero final sin remedios ni curación, cicatrizando los miedos que les insufla el populacho alebrestado.
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