En tiempos de crisis, el conocimiento racional es el arma más poderosa para salir de ella. Siempre lo ha sido, junto con la cooperación y una visión pertinente de la realidad. Eso fue lo que sucedió con la historia de la humanidad. Los seres humanos somos una de las ocho especies y subespecies que pertenecen al género Homo, cuyos más antiguos registros se remontan a unos 2 millones de años. Salvo nosotros, el resto de nuestros parientes más cercanos terminaron extinguiéndose. Somos la única y última rama viva de un árbol evolutivo, que no logró mantener a sus especies. Es muy probable que hayan sido el conocimiento racional y la cooperación las que permitieron a nuestra especie continuar existiendo por 300 mil años. Hoy ese conocimiento racional se llama ciencia y esta dimensión de la cultura humana se usa para dos cosas: o para mantener el doble sistema de explotación que una minoría de minorías (el 1%) mantiene sobre el trabajo de la naturaleza (depredación) y sobre el trabajo humano (parasitismo), o bien para la liberación de lo anterior y la defensa de la vida humana y no humana. La primera es la ciencia al servicio del poder corporativo, que en último término busca la ganancia y la acumulación y concentración del capital; la segunda es la que persigue el beneficio social y el respeto por la vida, y es la que se practica en buena parte de las instituciones públicas y en las universidades. De acuerdo con la Unesco (2015), existen casi 8 millones de científicos en el mundo. Los datos indican además una tendencia reciente a la privatización de la ciencia en numerosos países (Sudcorea, China, Alemania, EU, Turquía, Polonia, etcétera). En EU esta tendencia ha sido especialmente marcada. Mientras la relación entre la ciencia académica financiada por el gobierno y la ciencia corporativa era de 60-40 por ciento en 1965, hacia 2006 ésta se había invertido a 35-65 por ciento y alcanzó 30-70 en 2015.
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