El inicio del año me ha puesto a pensar en el tiempo. En los días que parecen todos iguales, en la postergación de planes, en las fantasías de qué estaríamos haciendo si la pandemia nunca hubiera existido. Como si fuera nosotros esperando la vacuna, en algún momento del año 1260 Tomás de Aquino sintió un paso del tiempo que no era sucesivo ni eterno. El tiempo de los ángeles, al que llamó aevum, le sobrecogió mientras leía: el pasado invadía al presente y toda atención a éste, implicó una preocupación por el futuro. Esa sensación de integración del tiempo hizo que Aquino propusiera que el mundo podía ser perpetuo sin ser eterno.
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