Allá lejos, por los inicios de la pasada campaña, corrían varias versiones sobre deseables coaliciones, unas electorales y otras para la gobernanza. Las empujaban hasta con ahínco varios actores de la escena pública. Unos eran políticos en activo, otros en aparente retiro acompasados por un núcleo de sus opinadores habituales. El supuesto era por demás parecido: para triunfar en las votaciones es necesario coaligarse. Y, para la posibilidad de gobernar, una vez vencido en las urnas, había que continuar por esa misma senda. Esta última debía ser vista como obligada consecuencia de la primera.
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