En 1988, México acababa de sufrir uno de los fraudes electorales más sonados de su historia, la resaca por los estragos del terremoto de 1985 aún se expresaba, los crímenes cometidos durante la guerra sucia comenzaban a develarse, el amenazante modelo neoliberal daba sus primeros pasos y el autoritarismo del poder cobraba un nuevo brío, que se traduciría en cientos de casos de violencia contra los opositores al régimen. Hace tres décadas, hablar de derechos humanos era casi imposible, menos aún promoverlos; el escrutinio mundial era una utopía.
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