Para un amigo (que por las cosas que me dice no logro dilucidar si es de los mejores que tengo o todo lo contrario) no hay columneta que le merezca aprobación completa. A todas les encuentra imprecisiones, errores o interpretaciones sesgadas en las que yo, por ignaro o por ser mayor de 50 años, como es mi caso, inevitablemente incurro. Me dice: craso error, Ortiz. Cuando hace unas semanas se te ocurrió desempolvar tu cédula profesional y disfrazarte de jurista criticando incisivamente el artículo 98 constitucional, quedaste peor que la ocasión en que tu abuela reciclable, doña Cata, coaccionó a las madrecitas del Colegio Plancarte, ofreciéndoles hacerse cargo gratuito de la ejecución musical de la fiesta de graduación de los alumnos de esa generación de la que, según tengo entendido, soy uno de los cinco sobrevivientes, a cambio de que te incluyeran dentro del montón de escuincles que representaban el pueblo de Hamelin (mínimo breviario cultural: este lugar existe y está a orillas del río Weser), pequeña comunidad que pretendió defraudar al flautista que los había librado de la plaga mortal de ratones que asolaba su comarca, negándose su pago, luego de que hubiera cumplido el compromiso de desaparecerlos en el río al que, en justa venganza, el flautista pretendía invitar a nadar a los niños hamelineses… Bueno, ustedes perdonarán que, aunque menos interesante que el de los hermanos Grimm (Alemania, 1842), me abstenga de relatarlo completo en detrimento de mi propio cuento de hoy, en el que otro mágico flautista y ministro engatusó y se burló de la ley suprema y de las sagradas instituciones: ocupó un sitial que por ningún concepto merecía y lo abandonó cuando ya era inevitable, pero sin cumplir con un mínimo requisito: demostrar que las causas que a esta inusitada acción lo movían eran “graves” y no una escapatoria.
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