lunes, 28 de diciembre de 2020

Arturo Balderas Rodríguez: Desde el otro lado

Cuando Donald Trump anunció que su gestión no había terminado y aún tenía pendientes algunas cuentas por saldar, no bromeaba. En el transcurso de las pasadas seis semanas ha usado el poder casi ilimitado de la presidencia, una de las extrañas facultades que la Constitución otorga al presidente: el perdón o conmutación de las sentencias a quienes han violado la ley. Pero, acorde con su característico estilo, lo ha efectuado sin la menor consideración por las formas o la prudencia. La diferencia del actual presidente, con sus antecesores en el uso de dicha facultad, es no sólo la laxitud con la que la ha usado, sino el tipo de delitos que ha perdonado. Trump ha indultado a una serie de delincuentes sobre los que pendían condenas cuya gravedad excede, con mucho, los de la mayoría que han recibido la absolución de otros mandatarios. Peor aún, en esta ocasión, la amnistía presidencial se ha otorgado a personas que violaron la ley para favorecer los intereses personales del propio Trump. Entre ellos, el ex asesor de seguridad nacional, acusado por mentir sobre sus relaciones con altos funcionarios de Rusia, una de las naciones cuyas relaciones con Estados Unidos son altamente contenciosas. Por lo delicado de sus responsabilidades, puso en peligro la seguridad de la nación. Un caso similar es el de algunos abogados colaboradores personales y amigos del presidente y su familia, que se declararon culpables de conspirar con autoridades y agentes rusos para descarrilar procesos que corresponden exclusivamente a los estadunidenses. Delinquieron para favorecer directamente los intereses de quien, en agradecimiento, ahora los perdonó ignorando los intereses de la sociedad en general y los de otros delincuentes que por mucho menos permanecerán en la cárcel durante años. Nixon conspiró con un grupo de ciudadanos estadunidenses para relegirse y le costó la presidencia. Trump conspiró con una potencia extranjera y no pagó el mismo precio. No sería extraño que el autoperdón fuera la coronación de su poder absoluto.

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