Sin más remedio, la pandemia nos ha puesto a pensar a todos en si somos o no esenciales, en que, a pesar de que la esperanza de vida es octagenaria, los 60 años no están exentos de peligros, en que la ciencia está tan aislada de la sociedad que ya no entendemos lo que no sean reglas de tres, que la salud no debiera ser una mercancía, que la nueva nostalgia es apenas por la normalidad de la Navidad pasada. Sobre todo, nos ha puesto a contemplar la vida y su sentido. Ante la aceptación, así, en general, de nuestra propia mortalidad, nos negamos a cederle nuestra singularidad. Somos tan vulnerables como los demás, pero excepcionales para nosotros mismos, así, en solitario, y acaso para nuestros cercanos. Si tomamos la epidemia como una bifurcación de caminos, pensamos en lo que teníamos más anhelado que planeado y dejamos de hacer, es decir, en la ruta no tomada. Puede haber frustración, aunque quizás también aceptación, pero lo que tramábamos hacer ya no existe más; su desenlace quedó en el camino no andado. Nos hemos concentrado en las pequeñas cosas; sin poder hacer proyectos, ha cobrado significado lo doméstico que siempre damos por hecho, que hacíamos en automático, pensando en el día de mañana. La otra cara del terror al contagio ha sido un encierro en el que conviven la evasión, desesperación o ira, y la contemplación. Son los ejercicios de la soledad.
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