Detrás de cada una de las reformas llamadas estructurales, implantadas durante los 40 años de neoliberalismo, anidó un mentirosa campaña de propaganda. Pretendieron, y en cierta medida lograron, inducir en el ánimo colectivo la existencia de una maltrecha realidad que era imprescindible modificar. A continuación, quisieron exponer, a la ciudadanía, supuestas y múltiples bondades de tal o cual reforma. El horizonte al que podía accederse dibujaba una vida distinta, idealmente mejor que la saturada de problemas y limitantes. No había, en la realidad de estos supuestos nada que impidiera acceder a un iluso mundo mejor. Para lo cual se tenían que cambiar las leyes –incluso la Constitución– que impedían la modernidad. Y, a continuación obligada, llegaron como cascada indetenible las reformas que, según promesas, aseguraban el progreso. Ya fuera que se tratara de las relaciones laborales (precarizante), las pensiones (negocio bancario), educación (control sindical), salud (privatización), aparato judicial o las mismas elecciones (IFE-INE) y el rejuego partidario, la de telecomunicaciones, el tránsito de Fobaproa al IPAB (rescate bancario) la de transparencia y competencia económica (dogmas de mercado). Pero, entre todas éstas, una era la que se antojaba pletórica de venturas: la compleja y deseable industria energética (negocio privado externo).
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