Si algo permanecerá como el vestigio de una historia en la vertiginosa carrera de Genaro García Luna es, acaso, el emblema de uno de los arquetipos del nuevo status quo inaugurado por el ascenso de Felipe Calderón a la Presidencia de la República en 2006. La historia secreta de los órdenes políticos abunda en figuras conspicuas. Entre ellas, la del policía es una de las más paradigmáticas. Fouche fue la clave del Termidor en la revolución francesa, y otro policía, García Luna, representa, en cierta manera, una de las tantas claves del Termidor del mayor intento de la sociedad mexicana por darse un orden democrático. Por su status, un antiguo secretario de Estado y, por lo que sabe, el archivo vivo probablemente más cuantioso de la política mexicana en la década pasada, se trata del preso mexicano más valioso en manos de la justicia estadunidense. Y todas las evidencias que lo mantienen en las cortes de Nueva York obligan a repensar –más allá de los profundos lazos que definieron a las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el crimen organizado en ese sexenio– un problema nodal: la crisis de las formas tradicionales en que el Estado fincó su legitimidad a lo largo del siglo XX.
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