Ya termina el año y yo ni para cuándo pueda dar fin a mi monólogo, a mi soliloquio sobre ese “petate del muerto” al que, en el lenguaje del statu quo, se le conoce como “unidad nacional”. Condición indispensable que, dicen los fanáticos del “no menealle” y el no hagan olas, debe cumplir una comunidad, para atreverse a intentar la más light transformación en su organización y sus condiciones de vida. Ese es el alegato de quienes sostienen que la mayor blasfemia que se ha proferido en todos los tiempos ha sido esa herejía pronunciada por Galileo Galilei, el peor de los apóstatas: eppur si mouve. Otro complotista y subversor del orden establecido fue un tal Heráclito de Éfeso, quien propagó ideas tan destructivas y aberrantes como sostener que todo fluye: somos y no somos. O que todo se mueve y nada permanece. En afirmaciones tan descabelladas sostiene su hilarante conclusión: la vida es como la corriente de un río: nadie puede bañarse dos veces en las mismas aguas. El buen Heráclito logró salvarse de caer en garras de la Santa Inquisición merced a un pequeño detallito: él vivió sus 60 años en la época de la Grecia Antigua, más precisamente, entre el 544 y el 484 antes de Cristo.
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