La violencia criminal y el apagado (por disparejo) crecimiento económico fueron férreos cinturones que, por décadas, ataron la convivencia y desarrollo del país. El proceso se recrudeció los últimos 20 años de vigencia del modelo concentrador. Fueron plagas que erosionaron, constantemente, la tan necesaria legitimidad, tanto al gobierno en turno que lo aplicaba como a sus guías y operadores. Otros males se le unieron a este binomio disolvente. El fundamental apuntó a la creciente corrupción del sistema. Elemento indispensable que permitía la injusta distribución de riqueza e ingresos, el abandono de la solidaridad interclases y el ninguneo de arraigadas tradiciones. Durante todo este periodo se enseñoreó y persistió una marcada tendencia decadente de la vida organizada del país que llegó a ser intolerable para amplias capas de la ciudadanía.
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