Ya es costumbre que en cada ocasión en que el presidente Trump está en problemas su escapismo preferido está al sur del río Bravo. El justificado clamor que en ambos lados de la línea divisoria causaron dos sucesos, primero en Culiacán, Sinaloa, y días después a pocos kilómetros de una congregación mormona en el estado de Chihuahua, ha traspasado las fronteras de México y ha tenido eco en los principales medios informativos de Estados Unidos. La confusión sobre el origen de ambos eventos por parte del presidente, calificándolos como actos terroristas, no es gratuita ni ingenua. Le urge reafirmar su popularidad entre los sectores más xenófobos, y ganarla entre quienes aún vacilan entre condenarlo o absolverlo en el juicio que se lleva a cabo en su contra en el Congreso estadunidense. Nada mejor para ello que un acto de magia responsabilizando a las autoridades mexicanas de lo que, a su juicio, es una falta de atención a lo que para él son actos terroristas.
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