En realidad, nadie –más allá de Jeremy Corbyn mismo– se llamó a sorprendido por la contundente victoria electoral de Boris Johnson. Tanto la pérdida en el número de curules laboristas en los Comunes como la ganancia en el de las conservadoras no habían llegado en varios decenios a magnitudes como las de la reciente elección. Aunque con menor margen, tal era el resultado esperado por las encuestas y por los corredores de apuestas, por lo general más certeros. Mucho mayor que el previsto, en cambio, fue el rechazo a los laboristas en distritos obreros del norte de Inglaterra, su base de apoyo más solida y constante; partidarios de la salida de la Unión Europea, que, a diferencia de las ciudades del área, no se recuperan aún de las consecuencias del thatcherismo. Las crónicas dadas a la hipérbole hablaron del derrumbe de la Northern red wall. Al celebrarlo en Sedgefield, comunidad minera y distrito laborista desde 1935, alguna vez representado por Tony Blair, Johnson subrayó: “los votantes han roto las tradiciones políticas de varias generaciones para sufragar por nosotros: responderemos a su confianza” ( The Economist, 20/12/19).
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